Hace una semana hemos tenido que dormir para siempre a la perrita Pastor Alemán de mi chico, que a la sazón ya tenía 14 años y todos los achaques propios de su raza y edad. Mi novio lo ha pasado fatal, de a kilo, y yo tres veces más, una por la pobre perrita, otra porque reviví mis anteriores pérdidas de mascotas y una tercera por verle a él tan fastidiado.
Cuando yo nací había en mi casa un Mastín del Pirineo llamado Morgan que un tío mío le había regalado a mi madre. La historia de Morgan era un pelín rocambolesca, ya que mi tío estudiaba con un hijo de un embajador de no sé qué país en Madrid, y los perros de la Embajada eran de esa raza y acababan de tener cachorros, así que mi tío "cogió" uno por banda y se lo llevó a mi madre. Morgan dormía la siesta debajo de mi cuna, pero a mi padre le pareció peligroso y lo cedió a un amigo suyo que tenía una finca; Morgan dejó de comer de la tristeza y hubo que sacrificarlo. Mi madre jamás se lo perdonó a mi padre.
La primera mascota que tuve mía y solo mía fue un Cocker negro que me regalaron cuando me operaron de las anginas, se llamaba Pichi y cuando nos fuimos un verano de vacaciones a La Guardia (Galicia) se vino con nosotros, pero estando allí se puso grave mi abuelo y nos tuvimos que ir de la noche a la mañana, dejando a Pichi al cuidado de la señora que nos había alquilado la casita de vacaciones. Cuando regresamos la señora y el Pichi habían estrechado tantísimo los lazos que mis padres se lo regalaron.
Luego vino Owa , muchos años antes de que ese nombre significara lo que hoy día significa y nadie sabe por qué se llamó así. Owa era un Pastor Alemán de pelo largo que vivió con nosotros unos pocos meses, porque nosotros éramos muy pequeños y nadie se ocupó de su educación, así que el pobre no sabía caminar al paso ni estarse tranquilo en casa y también hubo que cederlo. Pero después de todo Owa sí que tuvo una vida chachi, porque como vivió en una finca enorme tuvo una existencia muy acorde a su personalidad.
Cuando yo tenía unos 15 años nos regalaron un Pastor Catalán que se llamó Lanas . Lanas fue nuestra niñera, el campeón que vivió con nosotros los mejores y los peores momentos de nuestras vidas. Nos lo trajimos a Tenerife cuando nos mudamos a vivir aquí y aguantó como un león sus dieciséis años de espléndida vida a nuestro lado. Mis hermanos y yo siempre decíamos que si algún día Lanas se decidía a hablar, que mejor fuéramos cogiendo las maletas, porque había sido testigo de un montón de faenas, borracheras, infidelidades y sabía más que los ratones de armario. Cuando salíamos de noche, Lanas se quedaba durmiendo a lo ancho del pasillo de modo que si llegabas un poco pedo, lo pisabas sin remedio y él saltaba ladrando y despertaba a mi madre, con lo cual te cogían en versión completa. Solo una vez se nos escapó, recién llegados a vivir a Tenerife, y por poco avisamos al 091, creímos morir hasta que por fin lo encontramos.
Cuando Lanas se fue, lo pasamos realmente mal todos en casa. Verdaderamente era la primera vez que se nos moría un ser querido cercano, y nos fuimos todos al monte, desoyendo la prohibición que existe, y le enterramos en un lugar al que solemos ir al menos un par de veces al año de "chuletada"; así podemos visitar el túmulo donde él duerme. Recuerdo que apareció un guardabosques y no solo nos prestó un pico y una pala, sino que se quedó con nosotros todo el rato, y juro que vi cómo se limpiaba una o dos lagrimitas. Luego mi madre se sentía muy sola y al par de meses le regalaron a Musa , de la misma raza, Pastor Catalán, y le costó un disgusto con mis hermanos, sobre todo con el pequeño, ya que para éste, Lanas había sido mucho más que una mascota, había llegado a casa cuando él tenía unos 5 años y habían crecido juntos y decía que sentía que estaba traicionando su memoria.
Por aquella época yo vivía ya en otra ciudad, con mi anterior pareja, y en menos de dos años habíamos formado un pequeño zoo con dos perros y una gatita. El primer perro, Tato , era un mestizo de razas diversas que me cayó de improviso y fue mi colega incondicional durante meses, casi un año, aún recuerdo mis prácticas ilegales del carné de conducir con él a mi lado; hasta que vino Ebro , un Rottweiler que fue un regalo de navidad, un oso de 67 kilos que babeaba y se tumbaba panza arriba a cambio de un mimo o una galleta. Con Ebro yo lo pasé fatal porque coincidió la época de la gran cantidad de ataques de perros peligrosos a niños y también cuando incluyeron su raza en la fatal lista de perros potencialmente peligrosos. Yo me hartaba de decir, y demostrar por cierto, que Ebro era un oso amoroso, y así era, pero la gente en la calle me miraba como si paseara un cocodrilo con tres cabezas. Tina era una gatita, recogida de la calle, que se había convertido en la reina de la casa y a la que Ebro tenía más miedo que al coco, porque si la fastidiaba, ella le arañaba la nariz. Tuve que aprender a cortarle las uñas a menudo para mantener la integridad de los otros dos pobres, pero la tía se vengaba de otros modos más sutiles: a medianoche Ebro siempre se levantaba de su colchoneta a beber agua, y entonces Tina le robaba el sitio y el otro pobre alma de cántaro me despertaba llorando para que la apartara, porque él le tenía pánico. A Tato lo acechaba en las esquinas de la casa y se le lanzaba al cuello como una leona del Serengueti cazando cebras.
Cuando mi ex y yo nos separamos yo no pude hacerme cargo de ellos y se los quedó él a los tres. Al principio les solía ver, e incluso a los perros me los llevaba al monte, como una custodia compartida de niños, hasta que un día, con todo el dolor de mi corazón, decidí dejar de hacerlo para siempre, porque me costaba dos días recuperarme después de aquellas excursiones. Creo que están bien, atendidos y cuidados, pero nunca más he vuelto a saber de ellos. ni quiero.
Durante unos cuatro o cinco años mantuve mi corazón cerrado a cal y canto a la idea de tener una mascota, vamos, no quería ni oír hablar del tema, pero ni con un periquito y como yo había vuelto a vivir a casa de mi madre mi única concesión fue pasear de vez en cuando a su Musa, hasta que conocí a mi novio y a su Sar (río homónimo que pasa por Iria Flavia) cuya presencia aún echamos en falta en estos días.
El año pasado, después de regresar de vacaciones, un domingo, paseábamos por el rastro de nuestra ciudad y nos conmovió un muchachito de unos 13 años que estaba con un tremendo cachorro de San Bernardo al que sus padres obligaban a vender. Ese día, no me pregunten por qué, a mi se me abrió una compuerta que creía cerrada en mi corazón. Recuerdo que cuando llegamos a casa empecé a llorar y llorar hasta quedarme dormida; recuerdo que soñé con Pichi, con Lanas, con Tato, Ebro y Tina y me volví a despertar llorando por sus pérdidas. Un mes después, coincidiendo con mi cumpleaños, mi chico me regaló a Pintxo , un Bichón Maltés que se ha convertido en el ombligo del mundo. De manera muy extraña Pintxo se me hace una mezcla perfecta de todas mis anteriores mascotas, incluyendo a Tina ya que pesa más o menos lo mismo que un gato y tiene costumbres un tanto felinas, como eso de subirse al respaldo del sofá y dormir ahí la siesta. Gracias al cielo, Pintxo se lleva muy bien con Musa y aunque a Sar le tenía algo de respeto, se lo fue perdiendo poco a poco hasta llegar al punto de robarle pienso de su cuenco.
El día que Sar se fue, Pintxo estuvo. digamos raro, más meloso que de costumbre, sobre todo con mi chico que lo pasó muy mal ya que tuvo que tomar la decisión y ser él quien la llevara a la clínica por última vez.
En México existe una leyenda muy bonita, creo que es Nahuatl pero no estoy segura; según esta leyenda, cuando te mueres, te están esperando los animalitos que has cuidado en vida para acompañarte en "el túnel" y que no tengas miedo. Lo escribo y me emociono, algún día estarán allí todos juntos, esperándome, supongo.
Sección-Reflexiones
mascotas, perros, gatos, amistad