Malos pelos
A veces se consigue un amigo por un relato y otras un relato surge del intercambio e-pistolar. Intercambié con mi amiga Mayte, doctoranda y editora del blog de temática histórica Frentes avanzados, varios correos que dieron como resultado las líneas que ahora siguen.
Dicen que la cara es el espejo del alma, pero todos tenemos alguna parte de nuestro organismo que absorbe todas las tensiones y las manifiesta al exterior. En mi caso es el pelo el que me delata, ¡qué mala suerte!.
En mi infancia las niñas tenían dos posibilidades, poseer un cabello largo, peinado en largas trenzas rematadas en lazos blancos o llevar el pelo corto. En mi caso, mi madre se decantó por una opción minimalista, en aras de la comodidad, dejándome afiliada al grupo de las pelonas. A pesar de mis reivindicaciones para ser dueña de la longitud de mi pelo, no conseguí pasar de la melenita tipo paje. Sólo mi naturaleza fuerte me salvó de caer en la depresión, ya que la longitud de mis cabellos influía fuertemente en mi vida social.
Fue en la Primera Comunión cuando sufrí mi primera humillación por el pelo corto. Las niñas que tenían el pelo largo podían optar por las trenzas o por un moño, que además les permitía sujetar el velo. A las del pelo ralo a duras penas se nos sujetaba, siendo muy difícil poner una expresión mística cuando parecíamos Mowgli(1) travestido de novia. Las fotos que conservo del acontecimiento son tan horribles que nunca lucieron enmarcadas en plata sobre algún mueble del salón; mi madre las guardó en una caja de cartón.
En las funciones de fin de curso, al tener el pelo corto siempre me asignaban papeles de chico, lo que llevaba asociada ropa masculina. Las de luenga cabellera se quedaban con los vestidos de tutú y se peinaban con tirabuzones. Excuso decir que las fotos de estos acontecimientos tuvieron el mismo destino que las de la comunión, la urna del olvido con paredes de cartón
Pero no hay mal que cien años dure, en este caso sólo duraron diez. Con quince años terminé el Bachillerato Superior en el internado de monjas y me matricularon de COU(2) en un instituto mixto muy progre y con una exquisita calidad de enseñanza. En ese entorno de libertad, permitieron que mis cabellos crecieran a su antojo sin la amenaza de la tijera podadora. Más tarde, en la Universidad, continúe con los cabellos, si no abundantes, al menos largos. Fueron años maravillosos, pero la vida sigue y nos va cambiando el entorno sin que podamos impedirlo.
Llegó la vida laboral(3); nació mi primer hijo; las nuevas responsabilidades y los cambios hormonales hicieron crack en mi interior. Un día, sin mediar palabra, me fui a la peluquería, me corté el pelo y me hice la permanente. Parecía la hermana mayor de Michael Jackson niño o la hermana pequeña de Jimmy Hendrix, según se mire. Las aguas volvieron a su cauce y cuando nació mi segundo hijo ya llevaba una melena lisa a la altura del hombro.
El reloj de arena de mi vida marcó la treintena, teniendo un trabajo estable (era funcionaria) y tres hijos que ya andaban y no llevaban pañales (síntoma de libertad para los padres). Sentí la necesidad de ir a la peluquería, opté en esta ocasión por un corte estilo indio mohicano, ligera cresta en la parte central de la cabeza, rapado al cuatro en las zonas laterales con un toque taurino logrado por un apéndice que nacía en la nuca a semejanza de la coleta de torero. Mis compañeras, funcionarias de pro, no podían disimular su asombro al verme con este peinado. Su boca se abría como para un bostezo y les resultaba imposible volver a cerrarla. Al cabo del año dejé de ser funcionaria y retorné a una melena lisa a la altura del hombro.
La rueda del tiempo no se detiene y entré en la década de los cuarenta. Algunas personas a esa edad caen en manos de gurús espirituales, yo caí en manos de un peluquero que de tanto lavarme el cabello terminó lavándome el cerebro y me convenció de ponerme mechas rubias. Me gasté un pastón y cuando llegué a casa nadie se dio cuenta. Con el tiempo las mechas rubias invadieron a las morenas, aclarándome el color del pelo, pero las raíces oscuras me delataban como rubia de bote. Ante esta patética situación, mi peluquero me puso unas mechas rojizas, que con la mezcla de las rubias daban un tono entre rosa y anaranjado. El remedio fue peor que la enfermedad y decidí cortar por lo sano, me teñí de algo parecido al color original, podando poco a poco las partes requeteteñidas.
Ahora que tengo el pelo de mi color natural, echo de menos el minimalismo de la infancia, mi cabello corto tan cómodo y fresquito. ¡Mamá, tengo que pedir hora en la peluquería!
(1) El niño de la selva, en la versión de dibujos animados de la factoría Disney
(2) COU: Curso de Orientación Universitaria. El paso previo a la Universidad
(3) Notable peora de la vida de estudiante
Sección-Sapos y culebras
Calimero es un pollito triste que no termina de desprenderse de su cáscara de huevo, que todo le sale mal y dice constantemente "Esto es una injusticia". Se siente solo, desamparado y falto de cariño. Otra de sus expresiones más frecuentes es "nadie me quiere". En fin, no se puede decir que su piar sea el canto del cisne porque es un pollo, pero su mundo es tan negro como sus plumas. Sus aventuras son más bien desventuras, no se permite un descanso para la alegría ni para la risa. Durante estos treinta años de vida virtual no ha parado de lamentarse de este mundo cruel que tanto lo excluye y mortifica.
En contraposición está Piopio Lope, el pollito miope, todo alegría en medio de sus limitaciones. Este pollito nació con gafas y nada más salir del cascarón tropezó y se las rompió, pero no dijo ni pío. Las ganas de pasárselo bien no las enturbiaron las dificultades y solía decir "Aunque no veo ni tres en un burro, nunca me aburro". Con más moral que el Alcoyano, este pollito le daba puerta a la tristeza, dejando de lado los lamentos que no llevan a ningún sitio.
En los cumpleaños y otras celebraciones infantiles, para entretener a los niños se utiliza el recurso del juego de la silla. Para jugarlo solo hay que disponer de "casi" el mismo número de sillas que de niños. Ese "casi" es una silla que falta y que es justo la que le proporciona la sal y pimienta del juego. Comienza el juego y los niños dan vueltas alrededor de las sillas mientras suena una música y en el momento que cesa, los niños tienen que sentarse en una de ellas. Evidentemente un niño no tiene dónde hacerlo y queda eliminado del juego. Se retira otra silla y se comienza de nuevo, así sucesivamente hasta que solo quedan dos niños y una silla. En ese duelo, perdón quise decir juego, solo queda un ganador.
Entre las muchas y variadas actividades de mi trabajo está el ayudar a mis compañeros en la selección de becarios, también llamados PBC (1), para engrosar el frente de juventudes de la empresa. Estos becarios se seleccionan generalmente entre las huestes de estudiantes de las Ingenierías de Teleco e Informática. La actividad de selección da lugar a entretenidas lecturas de curriculum que, dado el cariz técnico de los aspirantes a PBC, tienden a ser sumamente estructurados: primero los datos personales, luego los académicos, a continuación los conocimientos complementarios como los idiomas, y finalmente su experiencia si la tienen y en algunos casos -los más comunicativos- sus aficiones(2). Como entre los estudios de ingeniería no figura la retórica, los curriculum están redactados con un vocabulario limitado y unas estructuras gramaticales muy primitivas. De todos estos curriculum, uno atrapó mi atención a primera vista.
Cuando llegué a Valparaíso, vi una ciudad singular llena de personalidad, nacida alrededor del puerto, expandiéndose sobre sus cerrillos con casas multicolores dentro de un caos multicultural. En los tiempos que describe Isabel Allende en su novela "La hija de la Fortuna", en plena fiebre del oro, debió ser un lugar de paso, con un continuo trasiego de barcos que vienen y van. Un lugar donde los marinos descansan mirando al mar para embarcar de nuevo. El paso de los años le ha quitado dinamismo al puerto y se percibe un aire decadente no exento de encanto. La bella ciudad ha empezado a marchitarse y algunos especuladores la han herido con bloques de hormigón infames. Desde el 2003 es patrimonio de la humanidad y cabe la esperanza de que los del ladrillo se dediquen a restaurar, más que a destruir para construir algo que será mucho peor que lo que había.
Una de mis limitaciones para la supervivencia en el entorno laboral es que me gusta llamar al pan, pan y al vino, vino y esto tiene bastantes efectos colaterales. Después de estar durante una temporada en el "candelabro" (1), descarté esta actividad con visibilidad porque me veía obligada a morderme la lengua(2), y me decidí por una vida laboral monacal, en la línea de los cartujos.
Un sábado por la mañana me dirigí a la pila de papel para reciclar con objeto de disponer de material adecuado para componer la lista de la compra. Tomé una hoja escrita tan solo por una cara, en la que pude distinguir la alargada caligrafía de mi hija la erudita. Como buena hija de Eva que soy, la curiosidad me llevó a leer el folio. Conforme iba leyendo, las pupilas se me dilataban, a la vez que la boca se me abría dándome una expresión más de bobalicona que de asombrada. No era una carta de amor, eran sus apuntes de metafísica. 


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