Los barcos
En el varadero de un puerto en el fin del mundo, entre las barquillas de colores de los hombres de esa mar, he aprendido cosas tremendamente valiosas. He aprendido lo que es el trabajo físico que te lleva al límite de la resistencia.
He aprendido lo que es la naturaleza y su ciclo inexorable. He padecido en mi piel el sol que abrasa de los días de levante en calma; el huracán que te seca la pintura y te cimbrea el andamio y te arroja arena a los ojos cuando llega el viento feroz y seco del desierto; el frío y la humedad que vienen del Atlántico en enero y se te instalan en los tuétanos.
He aprendido sobre el mundo mágico de las supersticiones de todos los océanos -ese manto pavoroso y magnético-, plagados de sirenas con cantos de locura y dioses con tridentes que cabalgan sobre caballitos de mar.
He aprendido sobre el ritmo de las mareas y sus lunas y cómo condicionan el sustento de familias enteras.
He aprendido a pintarles ojos a esos barcos, a fuerza de mirar a los ojos a todos los barcos que busco de puerto en puerto. He aprendido de los pescadores la importancia de esos ojos para buscar el pescado y para encontrar el camino de vuelta a sus mujeres y a sus hijos.
Y, cómo no, he aprendido escuchar los relatos de los navegantes, a disfrutar los cuentos que todos cuentan sobre los barcos de su juventud en Chafarinas o en Venezuela o en el mar del norte. Y a llorar con ellos por tripulaciones enteras que desaparecieron en cualquier tormenta -como la del Joven Alonso-, o por un amigo -er cái- al que una ola, en una noche de invierno, lo arrancó del bote de la luz.
Por eso, en esta canícula, a dieciséis de julio y con un levante de cuatro flechas, quise escribir estas líneas como agradecimiento a todos esos pescadores que me permitieron entrar en sus barcos y en sus cuentos.
Salve, Estrella de los Mares .
Sección-Reflexiones
5 comentarios:
Ayer estuve, un año más, en una procesión marinera en el implacable Cantábrico; y, un año más, tuve que contener alguna que otra lagrimilla (ya sabéis... los chicos no lloran y todo eso).
Siempre digo que tengo carbón y salitre en las venas, el primero por la Cuenca Minera asturiana en la que pasé mi primera infancia, el segundo por ese Cantábrico que embruja y engaña y en cuyas orillas crecí.
No soporto estar demasiado tiempo sin oler a mar, y aunque vivo rodeada, no es lo mismo, aquí el Atlántico no huele!!! En septiembre pasado casi me asfixio de tanto intentar meterme otra vez el Cantábrico en los pulmones!!!
Este año no he podido ver como llevaban a la Virgen del Carmen desde Isla Cristina a la Punta del Moral en Barca. Ni a "El Ricardo",amigo de la infancia de mi hijo y ahora lobo de mar llevando las andas de la Virgen. Este verano toca Madrid y desde mi ventana el mar no se ve...
Me sirve tu emotivo relato para arrancarme alguna lagrimita de las buenas, las del corazón y para traerme el olor y el sabor a mar dentro de esta desorientación en la que no sé cómo está la marea y que viento sopla hoy.
Aunque no soy de mar, sino de tierra, necesito ver el mar; por eso vivo en una isla.
Tuve un amigo marinero que surcó los mares del planeta y me enseñó a sentir la inmensidad.
Gracias hombre de mar.
Por lo menos has aprovehado bien el levante para aprender algo, a mi me tiene abotargado.
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